lunes, 8 de marzo de 2010

Mi cuaderno botánico

¿Fue en el robledal de Llambreña, en un pueblo de la montañosa Cabrales —según un conocedor, el rincón más escarpado de toda la geografía europea—, donde corté la primera hoja de árbol para estudiarla sin prisa y conservarla entre las hojas de un cuaderno? Fascinado por la forma lobular de la hoja del roble, tomentosa al grado de parecer de terciopelo tosco, con un lado oscuro y el otro no tanto, la guardé para ilustrar las notas sobre aquel bisabuelo llamado como yo que a su regreso a España —en 1927, después de casi cuarenta años en México—, había adquirido parte de una importante propiedad en el oriente de Asturias.
La propiedad incluía, además de casas, fincas y establos, aquel hermoso bosque de robles desde el que podían verse por lo menos cinco pueblos vecinos y —alzando un poco la mirada— esa rareza de la orografía que culmina el macizo central de los Picos de Europa, un misterioso cono trunco de más de dos mil metros llamado Picu Urriellu. 
El resto lo hicieron mis ocios en el Campo San Francisco de Oviedo y la compañía de dos o tres guías de árboles europeos que saqué de la biblioteca municipal… ¿Qué cosa más satisfactoria para el que se inicia en el conocimiento de los árboles que tener a su disposición los infinitos bosques asturianos, de los que aquel jardín en el corazón de la capital (antiguamente huerta del convento franciscano) es un muestrario suficiente, para tomar de ellos los ejemplos necesarios sin que nada de eso mengüe la riqueza del mundo?
De esa forma se me pudo ver en el lado del jardín donde las coníferas celebran sus conciliábulos sobre la perennidad, un poco más allá la glorieta con surtidor y bloque de piedra en el que casi se ha borrado el nombre de Alfonso Camín. O admirando las magnolias caducifolias del lado opuesto, más o menos donde en tiempos antiquísimos para mí —aunque no para mi madre o mis abuelos— estuvo la jaula de la osa Petra. O sentado bajo la espléndida encina detrás del Escorialín que preside con su copa cupular la placita donde un mediodía presencié, entre carreras y desconciertos de unos y otros, un eclipse parcial de sol…
Con toda calma, una mañana sí y otra también, fui estudiando los letreros descriptivos de los ejemplares colocados con cartesiana disposición: las hayas de tronco plateado del lado de estanque; el amenazante eucalyptus globulus, especie aclimatada en la región por Tomás Crespo Frígilis, según se cuenta en La Regenta; los muchos tilos puestos en fila india cuyo sombreado en los días de estío hacen humana la acera de Conde Toreno que sube, sube, sube…
¿Qué decir de la finísima pero profusa acacia del Japón?
¿Y del grupo de los ociosos aligustres, parientes del que se estira con impasibilidad oriental a la ventana de mi estudio de la ciudad de México, árbol al parecer de origen chino que nosotros llamamos trueno?
La ventaja de semejante diplomado al aire libre era que las “sesiones” podían darse en cualquier momento y situación, ser dilatadas o instantáneas, lo mismo algún domingo solitario que cualquier mañana entre semana de paso a alguna gestión a las oficinas del Principado, situadas más arriba del parque, o las tardes en las que la Tertulia Óliver, de la que fui algo asiduo, se reunía en torno de José Luis García Martín en el café de un centro comercial cerca de Buenavista…
Pero también podía ir hasta el Campo San Francisco por el mero gusto de hacerlo: en una de sus bancas empecé a leer La Dorotea, en cuyas páginas me aguardaba el botánico gaditano Columela… En otra ocasión fui poco antes del amanecer, saliendo del enésimo bar una noche de copas en el Antiguo, a ver los primeros brotes de los castaños de Indias que se animaban con timidez impropia de sus dimensiones a echar aquellas hojas digitadas, de cinco foliolos, casi completamente sésiles… Nunca he sido constante y menos lo fui aquella vez: cuando volví a asomarme formaban un bosque tupido que parecía que siempre hubiera estado allí.
¿Y el “naranjo de México”, poco más que un seto cuyas hojas en nada se parecen a las que corté en el atrio de Tonantzintla, especie sembrada por vez primera en la Nueva España por Bernal Díaz del Castillo, según él mismo se atribuye (Historia verdadera, XVI)?
Quizás fue aquel mismo año cuando estuve de paso en México y una tarde fui a San Ángel sólo para ver los famosos ginkgos de la Bombilla, al parecer plantados por Miguel Ángel de Quevedo en persona…
De regreso nuevamente en Asturias, Lola, conmovida quizás por mis rudimentarios afanes, me regaló el precioso cuaderno que atesoro, y que por encima de lo poco que llegué a saber es mi mejor recuerdo de aquellos días de observador de plantas de gran tamaño.
Al principio no me gustó: me sentí incapaz de hacer anotaciones en sus páginas toscas que carecían de la blancura mínima necesaria de la página de escribir, y me pareció absurda la varita pegada a la tapa. Luego me di cuenta de que era ideal para el recolector amateur de muestras botánicas, y hasta para hacer de él una pequeña obra manual sin más pretensiones que mi propio gusto.  
La fecha consignada en la primera página es 11 de enero de 2004 y la primera hoja es de un árbol llamado ciclamor.
Me recuerdo atravesando el Campillín de Oviedo, divertido al acordarme de las palabras de Núñez de Arce para describir los poemas de Bécquer (¡“suspirillos germánicos”!), mientras dejo a mi derecha una pequeña colonia de ciclamores: sus troncos indecisos y aquellas ramas sufrientes de las que la leyenda cuenta que se colgó Judas (de ahí uno de sus nombres: “árbol de Judas”; otro nombre: “algarrobo loco”…).
La forma de sus hojas quizá justifique una manera más de llamarlo: “árbol del amor”.

¿Y luego? Un alcornoque del Parque Nacional de Doñana, más ginkgos, un ciruelo de la calle Martínez Cachero que desvalijé de camino a la piscina del Parque del Oeste, un aliso de Soto de Ribera.
¿Qué decir de las intensas hojas lanceoladas de una adelfa de la Residencia de Estudiantes de Madrid, que alguien me dijo que sembró Juan Ramón Jiménez? 
Hacía no mucho había estado por vez primera en Roma y conservaba en un ejemplar de la revista Clarín una pequeña colección de recuerdos botánicos, casi todos de los Foros Romanos, que no tardé en fijar en mi flamante cuaderno. Por ejemplo, un trébol del foro de Nerva.
O las de algunos arces de los otoñales lungoteveri, el Raffaello Sanzio por ejemplo, que aparecían lujosamente alfombrados por millones de hojas secas. 
Pero quizás la joya más valiosa de mi Cuaderno botánico sea la hoja de una planta desconocida para mí que corté en la tumba de Keats. 
El poeta inglés está enterrado en el cementerio de los Accatolici, autorizado por la Iglesia Católica para enterrar a los protestantes que morían en Roma. Según contó su amigo Charles Brown, que presenció la escena, Keats escribió su fantástica "Oda a un ruiseñor" una mañana de 1819 sentado bajo un estupendo ciruelo (plum tree). 
El lugar es perfecto: las sombras de los cipreses y los pinos; los innumerables gatos que se asolean con filosófica despreocupación. Quizás sea natural que la más frágil y anónima de las hojas de mi modesta colección provenga de la tumba del poeta en cuya lápida se lee que allí descansa aquel cuyo nombre “estaba escrito en el agua”.


3 comentarios:

  1. Quien diría que las hojas son mejores recuerdos que las fotografias.

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  2. El temperamento romántico y la inspiración científica parecen matrimoniarse con fortuna en la recolección y estudio de las hojas de árbol.

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  3. La sensibilidad con la que describes y te involucras con las hojas de los árboles, la literatura y los recuerdos de tus viajes y estancias en Asturias, México y Roma muestra la belleza de tu espíritu.

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