lunes, 3 de mayo de 2010

Ficción o no ficción (Texto leído en la Casa de América de Madrid)

(El texto que sigue fue leído hace una semana y media en la Casa de América de Madrid, en una mesa redonda que formó parte de las actividades del Festival de Palabra organizado por la Universidad de Alcalá de Henares. Participé en ella al lado de los escritores Leila Guerriero de Argentina, Brenda Escobedo de México y Andrés Felipe Solano de Colombia. El moderador fue el narrador y académico mexicano Gonzalo Celorio. 
El problema que se debatía en la mesa era si la narrativa debe o no acudir a la ficción. Desde luego que un asunto de esa naturaleza carece de sentido si no se plantea en relación a textos específicos y asuntos concretos. Con todo, nos dio la oportunidad de discurrir sobre nuestros proyectos de escritura tomando un punto de partida común.)

Antes que nada quiero dar las gracias, igual que mis compañeros de mesa, a quienes han hecho posible esta experiencia: a Jesús Cañete Ochoa y Fernando Fernández Lanza, responsables del Festival de la Palabra; al arquitecto Javier Rivera, vicerrector de Extensión de la Universidad de Alcalá de Henares, y a la Agencia Española de Cooperación Internacional. También, por supuesto, a mi queridísimo maestro, mi viejo y siempre nuevo amigo, Gonzalo Celorio. Primero me desconcertó el nombre de la mesa de hoy: Nuevas Voces Narrativas Iberoamericanas. Luego lo pensé mejor y me pareció que, si es cierto que de una manera peculiar, bien podía caber en ella. Y es que de buenas a primeras el adjetivo “narrativas” parecería inapropiado para un caso como el mío, que he estudiado afanosamente la poesía en lengua española, que me especialicé en la poesía contemporánea de México, que he trabajado la obra de un importante poeta español exiliado en México, que he publicado dos libros de poemas, que cada vez siento mayor interés por la poesía castellana medieval… 
Y aun ahí, si hago memoria, si dejo que hable mi propia experiencia, me doy cuenta de que es una manera justa de calificar algo que siempre ha estado en lo que he escrito, si se quiere desde otra ladera: mis poemas con frecuencia han llevado un importante elemento narrativo. El día que se presentó uno de esos libros, llamado por cierto Ora la pluma en homenaje a la deriva entre las armas y las letras del renacimiento español, que sigue viva en América latina, un lector asiduo de la poesía mexicana como Carlos Monsiváis afirmó que aquel era el primer libro de poemas… de un narrador. Cierto o no, daba en el clavo en un asunto que me había interesado desde el principio.
En el año 2001 dirigí el último número de la revista mensual de literatura, artes y fotografía llamada Viceversa que había fundado nueve años antes; fue cuando tomé la decisión de regalarme un año sabático en España. De camino a Madrid, donde pensaba instalarme, armado de mapa, teléfonos de amigos y una maleta llena de proyectos de lectura, estuve unos días en Asturias, el lugar donde nacieron mi madre y tres de mis cuatro abuelos. Al poco tiempo fui invitado, en una aldea del montañoso concejo de Cabrales, al homenaje a un antiguo maestro rural fallecido hacía medio siglo. 
Yo sabía algunas cosas de él. Sabía que a causa de una pronunciada cojera, que lo imposibilitaba para los trabajos del campo, había debido emigrar a América, donde fracasaron sus intentos de establecerse, en Cuba primero y luego en México. Sabía que al regresar a la Asturias de 1900, a la edad de veintisiete años, para asombro de propios y extraños, había decidido estudiar para hacerse maestro de enseñanza elemental. Sabía que consiguió el grado tres años después y que fue maestro durante las siguientes tres décadas. Sabía que era poeta autodidacta. Sabía que pronto había enviudado, y que poco después se habían ido uno a uno casi todos sus hijos a México. Sabía que era mi bisabuelo.
Cuando me vi en la iglesia de aquella aldea perdida, leyendo en voz alta un poema de versos hexasilábicos escrito por él, que rescaté de una hoja amarillenta, copiado a máquina por su hijo, mi abuelo, de un ejemplar ahora ilegible de un viejísimo periódico local, cuando vi la emoción puesta en el rostro de los que octogenarios que habían sido sus alumnos y que se agolparon delante de mí al final de la ceremonia para contarme anécdotas y decirme poemas que aprendieron de memoria en su clase nada menos que siete décadas atrás, me di cuenta de que allí, en ese mismo lugar y momento, se presentaba ante mí la punta de una madeja de una historia que podía y que quizás debía ser contada. Me olvidé de Madrid. En cambio, renté un departamento en Oviedo, donde después de todo había nacido mi mamá y se habían conocido mis padres, y me puse a investigar y paralelamente a escribir un ensayo de intrahistoria familiar con la intención de encontrar la clave de más de un siglo de persistencia emigratoria. Y es que después del viejo maestro, ¿no había emigrado mi abuelo en 1923, huyendo de la sobrepoblación rural y la guerra de África? 
Y en 1963, ¿no había hecho lo mismo mi madre, recién casada y conmigo en su seno? Y toda esa historia, que daba significado a mi propio retorno, por fugaz que éste resultara, ¿no se había extendido más allá del año 2000? ¿Cómo era posible haberse mantenido asturianos, o por decir las cosas con una generalización que puede resultar más precisa, españoles, viviendo en México casi sin interrupción durante más de cien años?
Como puede suponerse, en un ejercicio literario como el que vino a partir de ese momento, no ha cabido la ficción. En primer lugar, porque no hay bibliografía suficiente y no sabemos bien cómo fueron las cosas y por lo tanto hay una deuda con nosotros mismos que es imprescindible pagar. Lo que me hace decir algo sobre una malformación que me parece decisiva en la manera de narrar tanto en América Latina como en España. No creo que venga sino de la tradición hispánica que nos une, y en eso deberíamos aprender de otras culturas, una de ellas la inglesa. Porque cuando un mexicano o un colombiano o un cubano, lo mismo que un español de Barcelona o de Valencia o de Madrid, descubre un tema fascinante, mucho antes que conocerlo de fondo, de saber todo sobre él, de fatigar las fuentes conocidas y buscar hasta encontrar las que no se conocen, en general prefiere… escribir una novela o hacer una película. Antes que un trabajo de precisión y de verdad, una divagación imaginativa frecuentemente discutible. 
Mientras los ingleses, los norteamericanos y los franceses estudian a Benito Juárez o a Emiliano Zapata, nosotros preferimos imaginarlos sobre bases insuficientes, cuando peor nos va enfermos de romanticismo o nacionalismo. La consecuencia de tan peregrina manera de relacionarnos con la realidad es que nos hemos soñado antes de conocernos, con los resultados que están a la vista: ignoramos mucho de nosotros mismos pero lo hemos novelado todo.
En mi trabajo literario tampoco ha cabido la ficción porque antes que imaginarme al viejo poeta autodidacta escribiendo debajo de un peral florecido, en la costa del entorno industrializado de Avilés a donde debió mudarse, he preferido descubrir sus poemas en los números microfilmados de El Oriente de Asturias o El Eco de los Valles, en la Biblioteca Pública de Oviedo; o porque me ha interesado, antes que imaginar su postura conservadora — como no podía ser de otra manera— en los días de la agonía del Consejo Soberano de Asturias y León, cuando la República Española empezó a ver con certeza que iba a perder la guerra y los anarquistas de Asturias estuvieron en su casa para amenazarlo de muerte, a leer esa historia de su puño y letra como pude hacer la gélida mañana de enero de hace un lustro cuando vine al Archivo General de la Administración de Alcalá de Henares a conseguir el expediente de su proceso de depuración. 
Y antes que imaginar el romance de mis abuelos, que puede fecharse con toda precisión en el pueblo de Asiego de Cabrales el día de San Roque de 1932, leer la notita de El Eco de los Valles que da cuenta de su matrimonio en la Cueva de Covadonga, o estudiar la carta con el sello de la Segunda República en la que él hace para ella desde Madrid la defensa de su proyecto de regresar a establecerse definitivamente en México.
No niego que en todo esto haya grandes posibilidades de ficción. Pero he debido hacer, antes de llegar a ella, un ejercicio de dibujo de imitación, y el ensayo que he escrito no es sino eso. En ese sentido, me gusta pensar en Stendhal, un narrador cuyas novelas leí con fascinación mientras hacía méritos para graduarme como licenciado en lengua y literaturas hispánicas. Como ustedes saben, escribió su primera novela a la edad de cuarenta y tres años, cuando llevaba escritas y publicadas no pocas obras, todas dedicadas a la historia, la biografía y la crítica artística. 
Amparado en su ejemplo, he debido ser inflexible, quizás porque estoy convencido de los beneficios de aprender de la realidad, primero que inventarla. Delante de la crónica que he escrito, me siento como Arrigo Beyle, milanés: ha sido muy enriquecedor hacer un largo y detenido ejercicio de imitación de la realidad. Así como primerizo, puedo dar mi experiencia, vivida y pensada a conciencia: no creo en la invasión de la ficción en la narrativa. Me refiero, por supuesto, específicamente al texto en el que he trabajado durante todos estos años. Me refiero a la solución que he querido dar, que he sentido necesario dar, al problema concreto que me ocupa el día de hoy. No puedo adelantar qué pensaré mañana.

(Texto leído el 21 de abril de 2010 en la Casa de América de Madrid. La foto que abre este post es de la iglesia, situada en el corazón de la vieja ciudad complutense, donde fue bautizado Cervantes. Entre el campanario y la zona del ábside falta la nave central, que fue destruida durante la Guerra Civil. La fotos de los cuatro escritores la tomé de la página web de la Universidad de Alcalá de Henares, www.uah.es) 

3 comentarios:

  1. Como siempre muy inteligente el planteamiento y debo decir que la pluma con la que está escrita la conferencia corre muy bien como la de un magnífico narrador...nada más es cosa de ver también el relato del recorrido por tierras de E. Zapata. También los historiadores son narradores y hay unos buenos (Luis González o Claudia Canales o Susana Quintanilla) y otros malos ( ).

    Eduardo Casar

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  2. Muchas gracias por tu comentario, querido Eduardo. Qué suerte que te asomes por aquí de cuando en cuando. Un abrazo de tu antiguo alumno.

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  3. Me cae re-bien tu pensamiento y la forma de mirar y observar tus asuntos con la escritura y sus tradiciones. Comparto mucho la sensación de que tu poesía es muy narrativa, alguna vez lo hablamos en Oviedo; pero, justo por eso, es maravillosa en sus jugueteos y escurridizos paseos por las formas del lenguaje y los deseos humanos.

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