domingo, 19 de septiembre de 2010

Becario (1988-1989)


Una mañana amanecí convertido en una rareza administrativa conocida como “artículo 19”. En el lenguaje coloquial universitario, se llama así a quien rebasa una razonable cantidad de años como estudiante inscrito y pierde algunos derechos, entre ellos el de cursar las materias todavía no acreditadas que a partir de entonces sólo será posible aprobar en exámenes extraordinarios. En otras palabras: el momento exacto en que se convierte en fósil.
Y es que para el periodo 1988-1989, mi último en la carrera, la Facultad representaba sólo un interés entre los demás. Fue aquel año cuando visité una vez por semana a Juan Almela a su departamento de la calle de San Antonio, de noche y a veces hasta tarde, para analizar a fondo sus poemas para mi tesis. También, cuando apareció el último número de la revista Alejandría, que armaba con algunos amigos en el despacho de mi amigo el arquitecto Alberto Kalach. Y fue cuando tuve la beca del Centro Mexicano de Escritores.
Semana a semana, un grupo de aspirantes a escritores se reunía en una casita de la calle de Luis G. Inclán, en la colonia Iztaccíhuatl, cerca del metro Villa de Cortés, para celebrar un taller literario bajo la tutoría de Alí Chumacero y Carlos Montemayor. Yo había frecuentado aquella casa apenas el periodo anterior, cuando tuve la Beca Salvador Novo, que daba el mismo Centro aunque las sesiones fueran cada quince días y los tutores, otros. 
Fundado por la narradora norteamericana Margaret Shedd en 1951, el Centro Mexicano de Escritores fue la principal institución de apoyo a los escritores del país durante largos años, desde mucho antes de que el Fondo Nacional para la Cultura y las Artes estuviera siquiera en la ciencia de Dios. Nació como una iniciativa visionaria y de vanguardia cuando éramos un pequeño país provinciano y desapareció en 2005 quizás sólo para demostrar que lo seguíamos siendo medio siglo después. Por él pasaron prácticamente todos los escritores importantes de México, de Juan Rulfo o Juan José Arreola a Daniel Sada o Mario González Suárez.
La casita, de arquitectura mediocre, era la típica de aquellos barrios del oriente de la ciudad de camellones con palmeras y tardes melancólicas. Tenía planta baja y primer piso, y su interior estaba tapizado de las fotos de grupo de las muchas generaciones de los antiguos becarios. En el nivel superior estaban las oficinas, en las que despachaba el sempiterno Felipe García Beraza, un hombre chaparrito y sonriente que daba la impresión de no poder hacer nada sin la ayuda de una secretaria de presencia tremenda y voz en cuello que mexicanamente respondía al diminutivo de Martita.
Aquel año yo fui único el becario de poesía si bien uno de mis compañeros de promoción era el poeta Jorge Fernández Granados, que había solicitado el apoyo para acabar un libro de cuentos y una novela sobre un doble (döppelganger) de la que conservo no pocas cuartillas originales. Sin necesidad de consultarlas ahora, recuerdo la extraña atmósfera de aquella narración y un raro pasaje ambientado en el metro.
Tutores y becarios ocupábamos una mesa rectangular situada en la planta baja de la casa, en el espacio desangelado que alguna vez correspondió al comedor. Chumacero nos saludaba con excelente ánimo, hacía uno que otro comentario chistoso y se colocaba en una de las cabeceras. En la otra se ponía Montemayor. Cada uno de nosotros leía por turnos, en voz alta, cada dos o tres sesiones, en medio del silencio respetuoso de los demás. A continuación, se opinaba: primero, los otros becarios; luego, los tutores. 
El gran Alí, sin ningún interés en entrar en conflicto con nadie, se limitaba a corregir cosas como ortografía y sintaxis, sugería cambiar algunas palabras y hacía llamamientos a la sensatez general. En cuanto la ronda de opinión andaba por el otro lado de la mesa, sin perder la postura ni un milímetro gracias a su estupenda mole física, se echaba una siesta. De alguna manera, estaba más allá del bien y del mal.
Montemayor, en cambio, vivía aquel taller con excesiva severidad y me temo que ningún sentido del humor. Por desgracia para todos, yo estaba en una época de juegos y experimentaciones, y mis propuestas nunca consiguieron despertar su interés. Ya he contado en Siglo en la brisa que fui asiduo lector de la Generación del 27 y de Juan Ramón Jiménez, sobre el cual tenía casi terminada una tesis (http://bit.ly/aoVJM3), pero en 1988 acababa de descubrir en las páginas de la revista Poesía y Poética algunos fascinantes recursos de la lírica norteamericana, y, gracias a una recomendación de Julio Hubard, la poesía de Gerardo Deniz. 
Si por un lado estaba descubriendo las posibilidades sonoras de las palabras (“—Sírvete, Horacio; toma, Lucano; que le toque una cereza a Saladino”, G. D., “Complejo”, Gatuperio, p. 103), en general más bien despreciadas por la poesía mexicana, por el otro me resultaba irresistible no jugar con la disposición espacial de los versos, que me gustaba agrupar por pares, o los encabalgamientos y cortes silábicos con que intentaba estirar las palabras como si al hacerlo fuera posible sacarles secretos de sonoridad y significado latentes bajo su apariencia exterior.
Algunos temas: la foto que tomó Dornac a Paul Verlaine en 1892 o la visita que hice con una amiga extranjera y un amigo pintor a Tepoztlán, donde nos cayó una formidable lluvia… En una ocasión escribí la invitación para un cumpleaños en el Edificio Basurto, entremezclando la fecha y la dirección de la fiesta con algunas palabras relacionadas con Baco.
A veces se trataba de simples apuntes: “El tipo [es decir, la unidad tipográfica] quiere hablar y no lo dejan”, que reproduje con los signos del alfabeto fonético. 
Entre esos trabajos hay un poema que estuvo a punto de formar parte de El ciclismo y los clásicos que ahora no encuentro peor que los que sí publiqué: lo reproduzco aquí, anotado, corregido, dibujado, tachado por la pluma impaciente de Alí Chumacero… 
Un día presenté un texto que trataba de ilustrar una ruptura amorosa y que no era más que la mitad derecha de un abono de la Muestra Internacional de Cine, que se titulaba, melodramáticamente, “Qué me puede ya importar”.
Alí, más que nunca, guardó un perfecto silencio. En cambio, Montemayor montó en cólera. Dijo que aquello era el colmo y que de ninguna manera pensaba permitirlo. Y añadió, a buena voz como para que quedara bien claro, que si insistía en llevar cosas como ésas él no volvería a opinar. Y a fe mía que cumplió.
Ni siquiera dijo ni media palabra cuando presenté una serie de ejercicios más legibles, inspirados en las cartas que me enviaba mi amiga Nattie Golubov desde la Universidad de Leeds, donde estudiaba un posgrado, o desde sus viajes por el continente como el que hizo a Suiza para visitar a su tía Eudokia, una excéntrica aristócrata que solía acompañarse de un gurka. Las observaciones de Nattie, siempre peculiares y atinadas, estaban salpicadas aquí y allá de cierta poesía genuina, y mi labor consistía mayormente en ajustarlas a la forma del verso, limar una que otra textura en favor del conjunto y pasarlas a máquina, donde quedaban listas como versiones alternativas a las epistolares.
Es cierto que fueron cruciales para encontrar el tono de la segunda parte de El ciclismo y los clásicos, que publiqué al año siguiente, pero casi ninguno de aquellos textos tenía valor más allá del que podían tener como lo que eran: ejercicios. No es que fueran arbitrarios o caprichosos: para mí, algo importante se jugaba en ellos, aunque luego pudieran no servir para mucho más. La prueba es que, con una o dos excepciones y siempre de manera aislada, nunca intenté publicarlos. Y si lo hago ahora para ilustrar este post, más de veinte años después, es por la naturaleza ambigua de este espacio que no es agua ni arena, para decirlo con las palabras con las que Gorostiza describe la orilla del mar.
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La editorial Aldus publicó en 1999 el libro Los becarios del Centro Mexicano de Escritores (1952-1997) de Martha Domínguez de Cuevas. 
La imagen que abre este post es mi foto de ingreso al Centro y fue tomada en junio de 1988. No recuerdo el nombre del autor, que era el fotógrafo oficial de la institución.
La foto de Margaret Shedd es de Paul Bishop (1915-1998), y la tomé prestada de la página de la red especializada en la obra del fotógrafo: www.gpaulbishop.com

2 comentarios:

  1. Fernando:
    Pasando las 13,000 entradas ¡Felicidades! Nos vuelves a entregar un fragmento íntimo de una vida que, sin duda, ha sido registrada cuidadosamente por tu memoria y las curiosidades de tus archivos. Gracias por compartir ¿se siente bien, verdad? Es buena experiencia. Tu admiradora secreta

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  2. Entrañables recuerdos del Centro Mexicano de Escritores y de Felipe García Beraza, de quien tuve el honor de ser asistente durante los últimos años de su gestión. Gracias por compartir.

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